jueves, 24 de abril de 2014

XI. Un regalo engañoso

Perséfone estaba sentada, con las piernas flexionadas para apoyar en ellas un papiro que tenía medio desenrollado. Su espalda estaba apoyada en un tronco de árbol, rugoso y de tonalidades oscuras. El sol irradiaba sus rayos sin piedad en la superficie, y todas las criaturas habían buscado refugio en las frondosas copas de los árboles o, en su defecto, en pequeñas grietas, concavidades u hoyos que se podían encontrar en los afloramientos rocosos cercanos. La naturaleza se encontraba en ese preciso momento en una situación de sopor a causa del calor. Perséfone no sentía calor alguno, pues estaba protegida de los implacables rayos del sol, y siempre que sintiera algún sofoco podría acercarse al estanque de aguas cristalinas para refrescarse. Estaba bastante nerviosa, porque Hades todavía no acudía a la cita habitual en aquel paraje, y no era conocido precisamente por retrasarse en los compromisos. No paraba de pasar líneas y líneas de su lectura, sin prestar la mínima atención. Cada crujir de las ramas o las hojas, cada movimiento de los arbustos cercanos, cada sonido que la rodeaba la ponía en alerta. En una ocasión, en la que creyó distinguir claramente pasos, se levantó rápidamente, y una sonrisa de alivio se dibujó en su rostro; pero desapareció tan pronto como había aflorado, pues se dio cuenta de que en realidad no era más que un cervatillo que correteaba por aquellos parajes. Se volvió a sentar, desilusionada y con el corazón en un puño, sin saber exactamente qué hacer. Se sentía confusa, y un tanto perdida, a la vez que preocupada. Solo rezaba a las Moiras para que Hades llegara pronto y se demostrara de esa forma que su preocupación era estúpida.


Cerró los ojos, para serenarse. Respiraba profundamente, para calmarse. Jamás había sentido esa presión en el pecho, pues nunca se había preocupado tanto por una persona. ¿De verdad merecía la pena querer a alguien si te provoca en ocasiones ese tipo de sentimientos? Claramente merecía la pena, pues eran más las alegrías que los disgustos. Cuando Hades estaba con ella, el tiempo pasaba volando, y se sentía cómoda, segura y contenta; contenta porque podía charlar tranquilamente, contenta porque por una vez en su vida era libre de decir y hacer lo que ella quisiera, sin que su madre la censurara o reprochara por ello. Puede que todos vieran a Hades como un dios frío y cruel, pero tenía una cualidad que pocos seres de este mundo poseen: el don de la escucha. Ella hablaba y hablaba largas horas de temas muy diversos, casi siempre ligados a su amada naturaleza o a los papiros que leía con tanta avidez. Y Hades, paciente y tranquilo, la escuchaba, realizaba algunas intervenciones, pero poco más. Perséfone pensaba que, al ser el dios de los muertos, solo tendría historias macabras y oscuras que no quería desvelar, y ella se sentía protegida de una manera estúpida. Era ya lo suficientemente mayor para escuchar ese tipo de historias y, lo que es más importante, su mente era lo suficientemente madura como para afrontarlo. Pero eso Hades no lo comprendía, y hacia que la diosa se sintiera inútil y débil.

Volvió a escuchar pasos y movimientos de ramas en el bosque que la rodeaba, hacia el lado oriental, por donde se encontraba el Santuario de su madre y suyo. Se levantó de nuevo, con el corazón en un puño, murmurando que por todos los dioses del Olimpo fuera él. El sonido se hacía más consistente, y su mente estaba casi al 100% segura de que eran pasos, los pasos del dios. Cuando apareció una figura femenina, ataviada con un vestido negro como la noche, cabellos oscuros que alcanzaban la cintura y unos ojos violáceos profundos, parecidos a dos pozos sin fondo, la sonrisa que había en el rostro de Perséfone se tornó en una mueca de desagrado y decepción. No esperaba esa visita, ni siquiera sabía quién era. Su forma de vestir, el aura que emanaba, esos dos elementos la ayudaban a descartar la idea de que fuera alguna sacerdotisa del lugar que se hubiera extraviado por cualquier motivo. Pero por su forma de andar, calmada y elegante, al igual que su decidida mirada y la sonrisa de triunfo que afloró en sus labios al verla, eran indicadores de que, fuera quien fuese, la estaba buscando a ella. Entonces, una pregunta surgió en su cabeza: ¿por qué la buscaba a ella?

- Saludos, señora de la naturaleza –empezó a decir la enigmática figura, realizando una suave y bien ensayada reverencia –sabía que os podía encontrar aquí. Es un sitio que reúne todo lo que más os gusta, ¿no es así?

- ¿Cómo sabes eso? No te conozco, pero al perecer tú sí me conoces. ¿Cómo puede ser eso? –Perséfone estaba a la defensiva, porque no se sentía cómoda cuando la gente la conocía y ella a ellos no. Y siempre que alguien se presentaba con tanta educación y alegría en el cuerpo, no traía nada bueno. Eso se lo había enseñado su madre -.

- Eres una diosa y, por lo tanto, famosa entre los simples mortales como yo –y posó una de sus manos, blanca y suave –y te rindo respetos como tal. Y debo decir que eres famosa más que por tu propia figura, por tu madre, Deméter, señora de la fertilidad del suelo y de las cosechas –Perséfone se sintió más que ofendida, apenada, porque todo el mundo que la conocía era por su madre. Como siempre, estaba bajo su sombra, bajo su autoridad. Y eso era algo que la molestaba en grado sumo. Pandora sabía eso, y lo emplearía para su propio provecho -. Vengo en nombre de Hades, quizá tendría que haber dicho eso antes –y sonrió para calmar a la diosa -.

- Sí, deberías de habérmelo dicho antes –la diosa intentaba mostrarse serena y autoritaria, pues la habían enseñado a comportarse de esa forma ante los mortales, pero en el fondo tenía unas ganas inmensas de saber por qué Hades no había venido. Y aquella persona lo sabía, seguramente el propio Hades la habría mandado allí para que estuviera tranquila -. Siento que mi actitud sea tan ruda, pero teniendo en cuenta que vienes como mensajera de un dios, te recibiré con los brazos abiertos, como corresponde. ¿Qué le ha sucedido a Hades?

- Tranquilizaos, diosa, Hades se encuentra en perfecto estado. Unos asuntos que tenía que resolver en el Olimpo han sido los causantes de su ausencia. Espero que no se lo toméis en cuenta.
- Para nada –Perséfone respiraba contenta, liberada de la duda que oprimía su pecho –si son asuntos importantes, son asuntos importantes. Me apena que no haya podido venir pero… habrá más días –y sonrió-.

- Eso es cierto –claro, los dioses al tener una vida inmortal no se preocupan por el tiempo, maldita diosa que tiene embrujada a Hades -. Pero mi señor Hades es muy generoso, y quiere que yo os entregue un regalo, una disculpa por su falta.

- No tenía que molestarse tanto…

- Mi señor es muy generoso, un dios muy poderoso y lleno de riquezas. El mundo subterráneo es un mundo rico en piedras preciosas y tesoros diversos, materiales que los dioses del Olimpo quieren y envidian. Os aseguro que no os regalarán joya más preciada.

Entonces sacó el cinturón de Afrodita, envuelto en un fino pañuelo de seda de la mejor calidad, delicado pero a la vez resistente, y de un negro profundo y hermoso por su sencillez. Perséfone lo tomó entre sus manos temblorosas por la emoción. Nadie la había regalado nada en su vida, y no podía esconder la emoción que anidaba en su pecho. Pandora lo observaba todo con una calma apenas controlada; sentía unos deseos casi irrefrenables de abalanzarse literalmente sobre la diosa y acabar con la amenaza de una vez por todas. Pero eso no solucionaría nada, es más, lo empeoraría. Y la ira del Señor del Inframundo caería sobre ella, de eso no cabía duda. La joven diosa desenvolvió el rico pañuelo con cuidado, como si tuviera un miedo irracional a romperlo o causarle alguna imperfección. Y el cinturón se mostró ante ella: era de oro puro, con exquisitos relieves geométricos, además de representaciones de flora y fauna. Y en el centro, una joya de tamaño bastante moderado, de un color rojizo muy intenso, un rubí de inestimable belleza y valor. La diosa no pudo reprimir una mueca de asombro, acompañado con un sonido ahogado de la emoción contenida. Oprimió aquel objeto, lleno de sentimientos, en su regazo. No podía creer que Hades la regalara algo tan hermoso, no lo merecía.

- En verdad tu señor es demasiado generoso –comenzó a decir Perséfone –pero… no puedo aceptarlo. Es demasiado valioso, yo no merezco algo como esto. No quiero que me regale cosas, no las necesito –y tendió el cinturón hacia Pandora, con la tela sedosa colgando por un lado –puedes decirle a tu señor que agradezco el regalo, no soy una desagradecida, y que lo único que quiero es su sola presencia, no sus riquezas.

- Sois una diosa demasiado humilde e inocente –respondió Pandora. Tenía que pensar rápidamente una estrategia para que Perséfone se quedara con aquella joya, porque de no ser así todo el plan se iría al garete -, pero me gustaría aconsejaros un poco sobre esta clase de regalos. No es malo aceptarlos, pues son un símbolo del amor que une a dos personas. Puede que os parezca una tontería, pero en absoluto lo es; es más, cada vez que lo veáis, cuando estéis sola, os recordará a Hades, mi señor, y sus ausencias serán más llevaderas.

- Puede que tengas razón, pero no necesito un hermoso objeto para ello. Con su recuerdo vivo en mi mente me basta y sobra. ¿Acaso necesita un alma inflamada por el amor algo más? El solo recuerdo es suficiente, la imaginación es potente y mis deseos muy fuertes. No necesito nada material, en serio.

- Ya veo… estás en la primera fase, en la que todo te parece hermoso… pero pronto llegarás a la segunda fase.

- ¿Segunda fase? ¿Qué es eso?

- Sencillo –Pandora sonrió para causar mejor impresión a la diosa, y convertirse en una persona cercana y amable a sus ojos. Era una sonrisa claramente forzada, pero tenía que cumplir bien su papel. Su destino dependía de eso -. Cuando para el tiempo, el amor empieza a ser menos fuerte, y tendrás la necesidad de llamar la atención de mi señor. Hay diosas también de inigualable belleza, aunque la tuya sea joven y fresca, los gustos pueden cambiar… y la pasión menguar.

- No creo que eso ocurra.

- Siento decepcionaros, pero al principio todo el mundo piensa eso… hasta que las cosas se tuercen. El destino, supongo. Las Moiras a veces son demasiado caprichosas y crueles, pero ni los dioses, perfectos e inmortales, pueden evitarlo. Hera no pudo evitarlo…

- ¿Hades se cansará de mí?

- Nunca se sabe. Lo que sí que es cierto es que no hay nada malo en ser coqueta, y ponerse guapa para agradar a aquel que una ama. Y si llevas el regalo que te ofrece, le alegrarás seguro. Y os amará aún más, además de veros más bella. Sois bella por naturaleza, y este cinturón os realzará esa belleza natural.

- No sé…

- No tenéis nada que perder, es más, seguro que saldréis ganando. Os lo aseguro, de todo corazón. No temáis, pero tened por seguro que no sois la única diosa en el Olimpo, y sería un acto de muy mal gusto rechazar un regalo. Aceptadlo, guardadlo, no dudo que os recordará a mi señor cada vez que lo veáis –pero no de la forma que tú te piensas -.

- No puedo negarme a este tipo de argumentos. Has sabido convencerme. No me gusta retroceder en mis decisiones, pero creo que tienes razón. Si yo estuviera en su lugar no vería con buenos ojos el que no acepten mi regalo –se quedó mirando aquel cinturón con cariño, como si con él sintiera que estaba cerca de hades -. Dudo que pueda venir hoy pero, ¿te ha dicho algo más?

- Por supuesto. Mañana volverá a retomar la hermosa costumbre de volver aquí, y disfrutar de vuestra presencia.

- Mis oídos se alegran de recibir esas buenas noticias. Me has alegrado el día, de verdad.

- Es solo mi deber como simple mensajera. Y ya que se ha cumplido, debo marcharme.

- ¿En serio? Ahora que empezábamos a tener más confianza… ¿no quieres quedarte aquí un rato más? El día invita a ello, y así podemos hablar hasta que caiga el sol, o quizá un poco antes para no tener problemas en la vuelta a nuestros hogares. La hierba es mullida, la brisa fresca, y las aguas cristalinas.

- Es todo un honor que me ofrezcáis todo esto, que os pertenece sin duda, pero debo declinar la oferta. Asuntos me reclaman en el Inframundo, cosas que no puedo retrasar más. Puede que, en otra ocasión y circunstancias, lo acepte, si es que sigue en pie.

- Por supuesto. Aquí estaré siempre, recostada en este árbol y observando la superficie del estanque. Si me buscas, aquí podrás encontrarme.

Pandora realizó una respetuosa reverencia, dando por finalizada la conversación. No aguantaba mucho tiempo más en presencia de la diosa y comportarse de forma reverencial y agradable. No se imaginaba que Hades sintiera atracción por una diosa tan contraria a su persona: ella era amable, inocente, amante de la vida y de la diversión, representante de la lozanía divina, de la juventud rebelde que no acepta los cánones impuestos… y bella, no podía dudarlo, aunque no fuera tampoco irradiante; había diosas mucho más bellas que ella. Pero había algo en ella que atraía, y eran sus ojos, como faros verdosos que nunca se cerraban, que siempre estaban atentos a la búsqueda del conocimiento. Era una mirada despierta, llena de curiosidad y de descubrir cosas nuevas. Había algo en ella, en su actitud, en su ser en sí que la hacía bastante irresistible, y Pandora tenía que reconocerlo, aunque la costara, pues era su rival en el amor. Pero seguía sin entender cómo podía haber robado el corazón de su señor. Pero pronto todo volvería a la normalidad, y Perséfone sería un problema pasado, solucionado y en desgracia. Cuando el amor entraba en escena, solo podías esperar desgracias, cuando había más de una persona detrás de una sola. Y este era el caso. La rivalidad es algo que el amor aumenta considerablemente, volviéndolo descontrolado y furioso, desbocado e infernal, un fuego interior que quemaba, abrasaba, y no dejaba respirar, a menos que eliminaras al rival y te convirtieras en la única figura.

- Una cosa más –se paró en seco, giró un poco la cabeza para mostrar la mitad de su rostro. Sus cabellos tapaban parte del mismo, una cortina negra brillante que caía recta -, un consejo final. Cuando mañana venga a visitaros, como siempre, llevad el cinturón. Seguro que se lleva una alegría. Os sorprenderá, no dudo de ello.

- ¿Gracias al cinturón? ¿Acaso tiene poderes o algo por el estilo?

- Claro. Está imbuido por el poder del amor… el amor que sientes por él. Seguro que lo que sientes será correspondido. Te verá mucho más bella que otros días, además de percibir que su regalo os agrada en gran medida y que lo empleáis. Yo estaría muy contenta.

- Y yo, sin duda.

Mucha suerte se decía a sí misma Pandora, mientras se alejaba de Perséfone, que seguía con el cinturón en sus manos. Porque la vas a necesitar… Cuando dejaba a la diosa a solas, esta se probó el cinturón, se lo ajustó para que quedara perfectamente bajo su pecho, en la cintura. La realzaba el pecho un poco más de lo que estaba acostumbrada, pero era tan hermoso que no la importaba. Tenía unas ganas locas de enseñárselo a su madre, pero descartó la idea. Empezaría a hacerla muchas preguntas, y no estaba preparada para mentirla a la cara, sencillamente no podía. La mirada inquisidora de su madre, severa y profunda, era insoportable de mantener cuando la estaba engañando. Y, con su instinto maternal, sabía perfectamente si estaba o no diciendo la verdad. Tomando el pañuelo de seda con el que estaba envuelto lo volvió a envolver y se dispuso a partir al Templo, pues Hades no iba a presentarse aquel día. Entraría como una sombra en el Templo, iría directamente a sus aposentos para guardar el regalo en un lugar seguro, donde nadie lo pudiera encontrar. Al día siguiente se pondría el cinturón cuando llegara al lugar, pues tampoco podía salir de allí, a la vista de todos, con un objeto tan vistoso. Su corazón latía intensamente. Jamás había pasado por su cabeza que haría eso, y menos por amor, pero… ¿acaso uno puede resistirse a los impulsos del sentimiento más imprevisible y bipolar de todos, el amor?

Mientras tanto, en el Olimpo...

No puedo creer que una diosa del montón, una diosa que apenas aparece entre las divinidades más poderosas y que permanece recluida en el inmundo territorio humano por una madre recelosa y sobreprotectora haya conseguido hacerme esto. ¡Por los dioses! Es algo que no concibo, y me avergüenzo por ello. ¿Acaso no soy el dios de la guerra, el dios amante de la sangre derramada por el bronce de mi espada y de los gritos de dolor y terror del enemigo? Ahora mismo me encuentro desarmado, pues no sé de qué manera puedo luchar contra esto que se aloja en mi pecho y que, por única vez en toda mi vida, ha conseguido templar mis ánimos. ¡Algo inaudito! Y, para colmo, estoy yo aquí, encerrado en mi templo de la guerra, sin hacer nada. 

He dejado a mi madre a su libre albedrío, sabiendo perfectamente que lo que haga solo iba a favorecerla a ella. Podría odiar todo lo que ella quisiera a Perséfone, pero no se atrevería a matarla, eso ni se la pasaría por la cabeza. Pero él sí que mancharía su espada con la sangre divina, aunque fuera de su propia familia. Acabarían todos sus problemas y su vergüenza cuando aquella diosecilla yaciera en su amado suelo tupido con una alfombra verdosa, muerta, sin vida, con su alma atrapada y sellada hasta una nueva era. Y así sería continuamente hasta el final de los tiempos. Aquella diosa que también encarnaba la infidelidad más a la vista de su padre Zeus, una ofensa para su sangre y para su madre, y para él mismo. Estaba todo decidido, y no había vuelta atrás. Estaba resuelto a hacerlo, y no le importaba manchar más su imagen, empañada por el tono rojizo de la sangre.

Y así, de paso, haré sufrir a Hades. No solo debe pagar Zeus, sino todos sus hermanos, Hades y Poseidón. Ellos no han hecho nada para parar a su hermano, y encima Poseidón lo imita en sus andanzas amorosas. Empezar por Hades no es mala idea, pues es un dios con una fama tan nefasta como la suya, pues encarna el final de la vida. Estoy decidido, estoy preparado... mi espada y mi séquito rugen fieros por entrar en batalla, al igual que mi espíritu. La venganza se sirve fría, pero yo prefiero servirla ardiendo, abrasando, para que haga más daño...

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