miércoles, 9 de abril de 2014

X. Alianza de intereses

El palacio de Hades se alzaba imponente en un paraje desolado, donde las almas caminaban de un lado a otro, errantes, y una oscura y gélida neblina se extendía por todos lados, un aliento tan frío que llegaba hasta los huesos, provocando un malestar que pocos podían soportar. Los dioses eran una excepción, claro está, pero los mortales si llegaban con vida a este lugar caerían fulminados por aquella neblina, teniendo en cuenta que tenían que sortear la vigilancia perpetua de Cerbero, el fiel can de tres cabezas y cola de serpiente que guarda la puerta del Inframundo. De pelaje negro como la noche y ojos rojizos como el fuego del río Flegetonte. Las tres cabezas eran capaces de expulsar un hálito de fuego de sus tres bocas, repletas de dientes afilados e inmaculadamente blancos, que contrastaban con el pelaje oscuro de la criatura. Sus garras, también preparadas para el ataque, estaban preparadas para saltar sobre cualquiera que causara sospechas. Como bestia dedicada al acecho y eliminación de intrusos, no se mostraba así como así en la entrada, sino que pasaba las horas, los días, escondido entre las paredes rocosas que conformaban la entrada, cuyo camino se introducía en una especie de desfiladero, una frontera que desembocaba en el Reino de los Muertos propiamente dicho. Cerbero era la señal de cambio de un mundo al otro.


Por norma general, Cerbero tenía terminantemente prohibido atacar a dioses, debido a que Hades no quería provocar escándalos innecesarios, y broncas estúpidas. Era simplemente práctico. Si los dioses tenían las ganas (y también la osadía) de bajar al Inframundo, era por una causa de vital importancia. Aquel mundo era tan desagradable, tan misterioso, tan lúgubre… que pocas ganas tenían los dioses de bajar allí. Y Hades lo agradecía enormemente, porque así se ahorraba visitas. Ya estaba demasiado ocupado con sus asuntos como para atender a sus irritantes compañeros inmortales. Pero aquella entrada fue flanqueada, después de tanto tiempo, por una diosa: ni más ni menos que la diosa de la belleza y el amor, Afrodita. Tenía un muy buen motivo personal para ir allí, pues era la primera que exaltaba los horrores del Inframundo, y advertía que bajar allí solo podía traer desgracias al que lo hiciera. Pero tenía que tragarse sus palabras y advertencias, una y otra vez se recordaba a sí misma el porqué de su visita. Si todo iba bien, cosa que no dudaba, su estancia sería muy corta, aunque a ella le resultara eterna.

Como iba a internarse en un mundo peligroso y en el que no era muy bien recibida, había escogido uno de sus vestidos más recatados, aunque el término recatado para ella era bastante distinto al del resto de los dioses. Un vestido púrpura oscuro, semitransparente, cubría su cuerpo, dejando también marcada su silueta femenina, junto con sus atributos femeninos. Ella siempre prefería llevar vestidos vaporosos, ligeros, con los que se sentía cómoda y capaz de realizar todo tipo de movimientos sin que las telas la molestaran en absoluto. Si los demás lo toleraban o no, eso no la importaba. Si estaba cómoda era lo único que la importaba, nada más. Llevaba una diadema de oro con piedras preciosas, como un simple ornamento, y un cinturón también de oro que tenía extraños poderes.

Superar la prueba de Cerbero fue fácil, porque no se interpuso en su camino. Todos los dioses sabían que Cerbero tenía por orden general no atacarlos, pero lo verdaderamente difícil era pasar al Inframundo sin que su soberano, Hades, los percibiera. Pero Afrodita no era tonta, y había escogido ese día en concreto para visitar el Inframundo por la ausencia de su dirigente. La presencia de Hades en el Olimpo era siempre una noticia que se esparcía como la arena movida por el viento en el desierto, debido a su rareza. Siempre que se reunía Hades con Zeus, o con algún otro dios, eso solo podía significar una cosa: algo muy importante se estaba cociendo. Y los dioses, tan curiosos como los humanos, no podían evitar enterarse y crear todo tipo de conjeturas sobre sus visitas; no solo las de Hades, sino la de cualquier dios. Teniendo en cuenta que el Olimpo era un lugar lleno de conspiraciones y rencores mutuos, era de vital importancia conocer los últimos movimientos, rumores y noticias para mantenerte en tu puesto. La supervivencia no del más fuerte, sino del más astuto y de quien tuviera más aliados.

Cada paso que daba la diosa no podía reprimir una mueca de desagrado. La tierra manchaba la parte inferior de su vestido, y sus delicadas sandalias de cuero no estaban hechas para un terreno tan rocoso e irregular como ese. Deberían de haber entrenado a ese perro guardián para que llevara las visitas divinas hasta el templo principal. Eso se decía Afrodita mientras caminaba entre muros ciclópeos de piedra oscura. Su viaje se hizo interminable, y lo peor de todo fue cuando tuvo que cruzar la laguna Estigia. El mundo de los muertos tenía una regla fundamental que se cumplía a raja tabla: hasta el momento del juicio, todos, absolutamente todos, eran iguales. Siempre y cuando pudieran pagar la moneda reglamentaria a Caronte, el barquero, para cruzar la laguna. Por ello tuvo que compartir la barca con alguna que otra alma que iba por allí, además de las conversaciones soeces del barquero. Con una sola mirada dio a entender que no estaba de humor para hablar; se sentó en la zona más alejada de Caronte, con las piernas y brazos entrecruzados, esperando impacientemente alcanzar la otra orilla. Lo único bueno era que, al menos, las almas no eran muy dadas a la charla. Tuvo un viaje más o menos silencioso.

Después de muchas peripecias que narrarlas supondrían una gran cantidad de palabras y espacio, la diosa consiguió llegar al palacio principal del Inframundo, el centro neurálgico de todo lo que ocurría allí abajo. En sus ausencias, que no solían durar más que unas pocas horas, Pandora era quien se encargaba de los asuntos que no tenían más remedio que ser atendidos. Hades, cada vez que se marchaba, dejaba claras instrucciones de lo que se tenía que hacer en las diversas situaciones que se podían presentar y, antes de cometer alguna imprudencia que pudiera pagarse muy caro, posponerlo hasta que llegara de nuevo. Era la medida de precaución que se tomaba para no causar problemas. Hades era muy reacio a abandonar su reino, por múltiples y variados motivos, por lo que si se marchaba temporalmente era por una muy buena razón. Y eso era lo que sospechaba Pandora.
Sentada en su trono, situado en la base desde la cual arrancaba una serie de peldaños de mármol que terminaban en la plataforma donde se hallaba el trono de su soberano, meditaba en silencio la razón por la que su señor marchara al Olimpo y la dejara al cargo del Inframundo. No es que fuera algo extraño, de vez en cuando se producía, pero lo misterioso era la rapidez y la ansiedad que notaba en Hades. Había llegado a sus aposentos, había resueltos algunos problemas y asuntos que tenía pendiente para ese día, los de mayor importancia, y la había llamado para que mantuviera todo bajo control mientras se ausentaba unas horas. Pandora, que se fijaba en todo, había deducido que por el reflejo de preocupación en los ojos del dios que había algo en su interior que lo torturaba. Y no podía soportarlo. Había intentado en vano descubrir el motivo que perturbaba a su señor, pero sin ningún éxito. Apretaba sus manos contra los reposabrazos de su asiento. Había rechazado las visitas de los espectros, a cualquiera que tuviera que preguntarla algo, porque no estaba de humor para hablar con la gente.

¿Por qué Hades no confía en mí? se decía a sí misma. Yo he sido su fiel mano derecha desde hace muchísimo tiempo que no puedo ni siquiera evocar en mi mente. Es cierto que para un dios siempre seré una simple mortal, pero ¿acaso no he hecho siempre lo que me han ordenado, sin rechistar, y cumplo con mi deber? ¿No es eso mérito suficiente para merecer su confianza? Apoyaba su cabeza en una de sus manos, cerradas en puño. Sus cabellos morados oscuro caían en cascadas por su espalda. Se llevó la mano que tenía libre a su cabeza, mientras jugueteaba con el collar que colgaba de su cuello, aquel símbolo de su fidelidad a Hades. Su rostro pasó del enfado a la tristeza. Siempre se había esforzado por llamar la atención de Hades, de ser agradable a sus ojos, pero nunca lo había conseguido. ¿Qué más tenía que hacer?

Levantó la cabeza, y se irguió en su asiento. Había sentido un cosmos de inmenso poder que se acercaba hacia ella. Era totalmente desconocido, pues no era oscuro y lúgubre como el de los espectros que ella comandaba por Hades. Al contrario, parecía asquerosamente lleno de vitalidad y de alegría. ¿Qué persona, o divinidad mejor dicho, tenía asuntos que resolver en el Inframundo? Hades no la había informado al respecto, pero teniendo en cuenta que estaba muy despistado y tenía una prisa frenética por ascender al Olimpo y hablar con su hermano, puede que se le hubiera pasado el informarla de una visita. Tampoco importaba mucho. La despacharía enseguida, alegando que ella no era quien para inmiscuirse en los asuntos entre dioses. Esa frase la había servido en el pasado, pues mostrándose sumisa y claramente inferior a los inmortales era la fórmula perfecta para agradarlos y que la tuvieran en alta estima (dentro de la concepción que tenían de los simples humanos).

Las puertas de la sala se abrieron de par en par, y lo que vio Pandora la extrañó aún más, dejándola sin palabras. Ante ella, acercándose con paso sensual y provocativo, se acercaba una mujer de cabellos castaños que caían en cascadas onduladas por su espalda, una diadema de oro como adorno en el pelo y un vestido que dejaba entrever la silueta femenina mientras que, a su vez, lo cubría, dejando volar a la imaginación a todos los que la vieran. Uniendo las piezas, Pandora consideraba que la diosa era Afrodita, pues no conocía de otra divinidad que mostrara ese aspecto. Pero quién era no era la pregunta que rondaba por su mente, sino los motivos que habían atraído a una diosa de su condición en un lugar como este. Estaba claro que si se presentaba ante ella era porque buscaba a Hades, pero su viaje era en vano. Una lástima, porque de seguro la diosa no quería estar más tiempo del necesario en arreglar los asuntos y volver. Cuando se encontraba ya a unos escasos metros de ella, mostró una encandiladora sonrisa, una sonrisa que habría inflamado los corazones masculinos más fríos y duros. Pandora se preguntaba si esa misma sonrisa habría inflamado el corazón de Hades con ese deseo pasional propio de la diosa. Colocó sus manos detrás de la espalda, como si tuviera algo que no quería enseñar, y clavó sus ojos color miel en los de Pandora, como si con eso la leyera el pensamiento.

- Siento que tu viaje haya sido en vano –comenzó a decir Pandora, como si recitara una frase que la habían obligado a aprender de memoria –pero el señor Hades no se encuentra en estos momentos. Os pediría que vinieseis en otra ocasión o, en su defecto, que lo buscarais en el Olimpo, pues allí se encuentra.

- ¿Qué te hace pensar que estoy buscando a Hades? Sé que está en el Olimpo, y por eso mismo estoy aquí –su sonrisa provocativa aumentó -.

- Pero, si no buscáis a Hades… ¿a quién buscáis? –Pandora, si ya de por sí estaba confusa, ya no sabía qué decir. Las cosas no cuadraban para ella. Una diosa como Afrodita hacía las cosas para beneficio propio, como todos los olímpicos, y si había descendido al Inframundo era para conseguir algo para su beneficio. Y no era a Hades a quien quería. ¿Entonces a quién? ¿A algún espectro, algún juez, alguna de esas almas descarriadas? Es posible que quisiera resucitar a alguien, a algún humano del que se hubiera encaprichado. No sería la primera, y mucho menos, la última vez que se haría ese tipo de peticiones -.

- A ti.

- ¿A mí? –no pudo abrir los ojos como platos, y señalarse a sí misma. No podía estar más sorprendida. Una diosa como Afrodita, buscando a una simple humana como ella. Tendría que tener una muy buena razón para ello. Solo esperaba que no fuera nada que la perjudicara, pues sentía en su interior la duda y la desconfianza hacia la diosa. Todo era tan extraño, que no podía sino desconfiar -.

- He recorrido un camino tortuoso, lleno de paisajes desoladores, para estar en tu presencia, Pandora. Si Hades ha delegado en ti asuntos tan importantes como el control de su reino debes de ser, al menos, su mano derecha… en más de un aspecto, ¿no? –dio la espalda, mientras escondía una sonrisa burlona. Engañar a los mortales era muy sencillo, y aquella mujer no sería una excepción. Primero se sembraba la duda, la confusión, para luego presentar una solución envuelta en tentadores resultados. Estos pasos llevarían a un éxito asegurado de sus planes, nunca había fallado -.

- Reconozco que estoy confundida, pues una diosa de tu categoría busca a una mujer mortal sencilla como yo. Por favor, os pido que seáis directa y me digáis el porqué de vuestra visita para serle útil en todo lo que quiera, siempre y cuando no afecte negativamente al Inframundo –y abrió los brazos en cruz, para abarcar de forma simbólica el territorio que las rodeaba -, aclarado esto, estoy a vuestra disposición. Soy una simple sirviente de los dioses –de forma deliberada había omitido una respuesta a la insinuación de la diosa, pues no quería meterse en los embrollos de los dioses. Pero la semilla de la curiosidad y de la duda ya estaba plantada en el corazón de Pandora; Afrodita la tenía comiendo en la palma de su mano -.

- Vuestro señor Hades se encuentra extraño, ¿no? Despistado, con la mirada perdida, incluso con un cambio de ánimo importante. ¿Estoy equivocada… o acierto de pleno? –Afrodita se acercó a Pandora, rompiendo esa distancia de respeto y reverencia que mantenía la mano derecha de Hades. Pandora retrocedió un poco, intimidada por el poder que emanaba de la figura de sílfide de la diosa. Su movimiento de caderas, exótico y rítmico, nunca deparada nada bueno. Su sola presencia causaba problemas y líos de los más escabrosos -.

- ¿Cómo sabes eso? –solo podía transmitir un hilo de voz entrecortado, porque no podía dar crédito a lo que decía Afrodita. ¿Cómo podía haber adivinado eso? Por muy diosa que fuera, no podía leer la mente, que ella supiera. Su confusión no hacía más que aumentar -.

- Digamos que… hay ciertos rumores en el Olimpo sobre tu señor. Rumores muy interesantes, extraños, porque se refieren a Hades, un dios que se protege bien las espaldas de todos los chismorreos de los dioses. Pero el amor… ¡ay!, es algo que nadie, ni siquiera él mismo, puede evitar –Pandora frunció el ceño, ante el camino que estaba tomando la conversación -. No es que la muchacha sea la más bella, pero tiene cierto encanto.

- ¿De quién está enamorado mi señor Hades?

- ¿Ahora te interesas? Veo que mi intuición nunca está desencaminada. Pues sí, Pandora, vuestro señor parece estar enamorado. Hay una diosa que le ha robado el corazón… -aquella frase la pronunció como si estuviera dramatizando una obra de teatro. La verdad es que todo eso la divertía hasta límites insospechados -. Ni más ni menos que la dulce y encantadora diosa de la naturaleza, la hija de Deméter, Perséfone.

- ¿Perséfone? –Pandora ahora no podía salir de su asombro. Temía que aquello que había cambiado a Hades había sido porque estaba enamorado. Ella en el fondo ya lo sabía, pero había albergado la esperanza de que esos sentimientos fueran hacia ella. ¡Y no era así! En realidad estaba enamorado de una diosa que ni era conocida, por lo tanto, sería débil e indigna de ser el amor de su señor. Y encima, una diosa de la naturaleza, de la vida, algo totalmente incompatible con la muerte que encarnaba Hades. Era una especie de contradicción, incluso de blasfemia. Pero estaba en el lado del alma herida por el amor no correspondido, y veía en la rival todo tipo de imperfectos. En resumen, una persona que no estaba a la altura de su señor. ¿Acaso ella lo estaba? Ella era humana, claramente inferior a un dios, pero su corazón era tan oscuro y cruel como el de su señor. Como si fueran almas gemelas. Perséfone, por el contrario, no era así. Su relación solo llevaría a la destrucción espiritual de la diosa, un amor tortuoso -.

- Veo que te ha impactado mucho la noticia –Afrodita rompió el silencio y el hilo de pensamientos que se arremolinaban en su mente -. Y por eso estoy aquí, para cumplir con tus deseos.
- ¿Y por qué tienes tanto interés en ayudarme?

- Porque te emplearé como herramienta para vengarme de esa diosa. Tenemos un enemigo en común, ¿qué mejor alianza que esa? Un objetivo común, aunque con diferentes finales: tú tendrás el corazón de Hades y yo… la venganza que quiero: romper su relación.

- ¿No sería más sencillo enviar a Eros y que, con sus flechas, provoque un desamor en la diosa?

- Qué simples sois a veces los humanos. Eso lo único que provocará es que Hades viva desdichado, pero Perséfone no. Y si vive en carne y hueso, sin magia ni influencia divina, las desventuras en el amor, será mucho más doloroso; una venganza de la que disfrutaré enormemente. Y tú también.
- ¿Qué tengo que hacer exactamente?

- Muy sencillo –con sus manos se quitó el cinturón que llevaba en la cintura, y se lo tendió a Pandora, que lo tomó entre sus palmas de forma un poco temblorosa. No se fiaba íntegramente de la diosa, pero su despecho era tal que quería colaborar en aquella venganza, que en parte también era suya. Sentía el poder de la diosa recluido en el cinturón, y lo miraba con curiosidad. Una serie de elementos geométricos, enlazados entre sí de una forma magnífica, hacían que la pieza fuera de incalculable valor -. Este es mi cinturón mágico, aquel que tiene la fuerza necesaria para provocar en quien se fije en él una pasión en el pecho desmedida, irracional. Ve a Eleusis, busca a Perséfone y dale este cinturón… invéntate una excusa, como que es un regalo de Hades o algo por el estilo, pero debe ponérselo, e indicarla que Hades irá a verla en breve. Luego, ve a ver a Deméter, a la que seguro encontrarás en el templo, observando que todo se desarrolla correctamente. Dila que se dirija hacia donde se encuentra su hija, que es urgente, está en peligro. No tienes por qué saber nada más. Es todo lo que debes hacer. Si lo cumples, no tendrás que preocuparte por Perséfone nunca más.

- ¿Así de fácil?

- Tendrás que poner todas tus habilidades para persuadir con las palabras a las diosas. No son como los espectros de aquí, necesitas más… tacto, delicadeza. Ten eso muy en cuenta.

Daba por terminada la conversación, por lo que se giró sobre sus tobillos, dispuesta a salir de aquel lugar que la ponía la carne de gallina por lo oscuro que era en comparación con su amado templo de Citera. Sus cabellos se movían de un lado a otro, rítmicamente como sus caderas. Pandora estaba entre la espalda y la pared. No podía echarse atrás, pues con lo que sabía no estaba en la posición de retroceder. Afrodita acabaría con su vida, pues aunque no supiera mucho, una venganza seguía siendo una venganza. No lo parecería, pero ese tipo de acciones eran penadas en el Olimpo. Si se llevaban a cabo de forma velada, disimulada, no habría problema alguno. Así funcionaba el mundo de los dioses: siempre que nadie, o muy pocos, se enteraran de tus actos sucios y oscuros, allí no pasaba nada. Todo estaría en una aparente paz; una paz "perfecta".

- ¿Qué te ha hecho Perséfone para que te quieras vengar de ella de esa manera?

Afrodita se paró en seco, girando la cara de tal forma que solo se le viera la mitad de la misma.

- Nuestra alianza sirve solo y exclusivamente para conseguir nuestros objetivos. No confraternizamos. Te he pedido que hagas algo, nada más. Y fallar no es una opción para ti. Si no consigues lo que te pido, puedes despedirte de tu posición en el Inframundo. Puedo inventarme cualquier cosa, pues mi palabra es de mayor peso que la tuya. Acuérdate de eso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario