viernes, 3 de enero de 2014

II. Olimpo


 El Olimpo, la residencia de los dioses. Un lugar al que los mortales no podían ni siquiera imaginar, ni mucho menos alcanzar, reservado para los seres inmortales, las divinidades. Rodeado de nubes, en la cumbre de esta montaña se encontraban las sus residencias, con unas construcciones sencillas pero espectaculares, pues daba la sensación de que las edificaciones levitaban directamente en los cielos, suspendidas en el aire. Todas ellas poseían patios porticados, con numerosos jardines, fuentes de aguas cristalinas, plantas desconocidas para los humanos que se reservaban para el disfrute de los inmortales, calles impolutas y enlosadas de mármol, tan pulidas que se podían ver los reflejos de los viandantes. Todas las residencias se encontraban articuladas en base a la sala central, donde se guardan las sillas de los 12 dioses más importantes, los olímpicos, dispuestas en círculo rodeando una representación del mundo mortal. Sentados en sus aposentos, los dioses omnipresentes podían ver cualquier obra que se realizara en la tierra, además de enviar, con un simple movimiento de la mano, las plagas o las mejoras a la vida de los mortales. Perséfone no era una diosa mayor, por lo que no tenía trono propio en ese espacio, pero su madre sí que era una de las diosas más importantes, y por ello estaba allí.

Nada más llegar, tuvo que separarse de Atenea, puesto que ella, como diosa perteneciente a los doce olímpicos al igual que su madre, debía de atender unos asuntos. Pero la prometió que nada más terminar la reunión se rencontrarían. Perséfone llevaba la corona de flores, como regalo a su madre, mientras caminaba por ese lugar saludando al resto de los dioses con los que se encontraba. Siempre que acababa allí recordaba por qué lo odiaba tanto: demasiada gente, una naturaleza atada a los designios de los dioses y que no podía crecer a su antojo; en resumen, se sentía como un pajarillo en una jaula, muy hermosa eso sí, pero atrapada, sin libertad.

Andaba tan distraída en sus pensamientos, que no se dio cuenta ya ni a qué dioses saludaba, hasta que, sin querer, chocó contra alguien. Debido al choque, la corona se le cayó de las manos. Entonces salió de sus pensamientos, y lo primero que la vino a la cabeza fue la vergüenza por lo que acababa de suceder.

- L- lo siento mucho. Estaba tan ensimismada con mis pensamientos que no veía por donde iba –mientras lo decía, tenía la cabeza agachada por la vergüenza, y poco a poco la fue alzando para ver al dios con el que se había chocado-.

- No te disculpes de esa manera, no es para tanto.

El dios con el que se había chocado era Hades, el señor del inframundo. Uno de los dioses más misteriosos, que en raras ocasiones hablaba o se presentaba en las reuniones del resto de sus compañeros olímpicos. Su pelo oscuro como las prisiones del Tártaro (que con solo pensarlo un escalofrío de puro terror recorría el cuerpo de la diosa), en contraste con los ojos azules que poseía, claros como el cielo, que le daban cierto atractivo. Perséfone se quedó durante unos segundos ensimismada con los ojos del dios, preguntándose cómo alguien con esos ojos tan hermosos podía ser malo.

- ¿Ocurre algo? –preguntó Hades, algo molesto por la mirada penetrante de la diosa-.

- ¡Oh, disculpadme! No quería ofenderos… estaba buscando a mi madre, me choqué contigo y con la vergüenza tengo la mente en blanco –y comenzó a reírse nerviosamente-.

- Entonces esta corona de flores es tuya –y Hades la mostró la corona que se le había caído, pero estaba cambiada: ya no tenía los colores llenos de vida, sino que se encontraban apagados, tirando a negro-, lo siento, es lo que pasa cuando toco este tipo de cosas de la tierra.

- No te preocupes, para eso estoy yo –dijo con una sonrisa Perséfone, que con el solo contacto de sus manos la corona volvió a tener los colores vivos y frescos. -¡ya está! –y se la colocó en la cabeza de Hades-.

- Eso veo –y Hades se quedó mirando detenidamente a Perséfone-.

En ese momento, una voz profunda llamó a Hades: era su hermano el dios de las aguas, Poseidón, que lo reclamaba para la reunión de los 12.

- Lo siento, pero debo irme ya. Ha sido un placer conocerte.

Y dicho eso se marchó. Perséfone se quedó muda, en blanco, mientras veía como Hades se iba a la sala central, y a sus espaldas se cerraron las puertas de mármol blanco, dejando así de verlo. De repente, una súbita corriente caliente le recorrió toda la cara, volviéndose a cada segundo más roja, al recordar la estupidez que había hecho. ¿Cómo he podido dar al dios del inframundo una corona de flores? La corona que estaba destinada a mi madre… ¡se la he dado a Hades, el dios más frío y sin corazón de todos los inmortales! Pero… esos ojos tan profundos y claros, esa actitud indiferente. He notado que no estaba a gusto en este lugar, siente lo mismo que yo. Y no parecía tan oscuro y malo como dicen los demá...


Mientras tanto, en las reunión de los 12 olímpicos…

Cada dios se encontraba sentado en su trono, algunos hablando entre ellos y otros en silencio. Entre los dioses silenciosos, se encontraba Hades, que se había retirado la corona de flores de la cabeza y se quedó mirándola fijamente. El color de las flores se había apagado, pero seguía conservando en parte su belleza, aunque más apagada y mustia, seguramente por el influjo de la bella diosa de la primavera. Tendrás que quitarte esas ideas de la cabeza, se decía a sí mismo Hades, porque sois muy distintos. Ella es una diosa de la vida, de la esperanza… mientras que tú eres todo lo contrario. Lo que ella transforma en vida, tú lo vuelves muerte y se quedó mirando de nuevo la corona.

El ruido de los dioses cada vez iba en aumento, hasta que el sonido de un bastón chocando con el delicado suelo marcaba ya el comienzo de la reunión. El señor de los dioses, Zeus, había llegado a la sala, dándose así por comenzada la convocatoria. Los dioses se dispusieron en sus asientos, y todos dirigían sus miradas al señor de los dioses. Zeus, de cabellos y barba blanca, muy poblada, y con unos ojos casi cristalinos, miraba a todos los dioses con un semblante serio, como siempre, por lo que nadie se alarmó.

- Os doy la bienvenida a la reunión de los 12 olímpicos. Espero que en este periodo en el que estemos reunidos podamos resolver los problemas que nos afligen a todos.

En ese momento, el dios de los mares, Poseidón, levantó la mano para poder intervenir.

- Te concedo la palabra, hermano –y dicho eso se sentó en su trono dorado, el más elaborado y bello de los que había en la sala-.

- Queridos compatriotas de sangre, divinos compañeros, hay un problema que debemos resolver de inmediato, y son los hombres. Se han vuelto demasiado mezquinos, egoístas y crueles; ya no nos adoran y utilizan nuestros nombres en juramentos llenos de mentiras, haciendo así más grave la ofensa hacia nuestras figuras. Por ello propongo a la asamblea divina que castiguemos al ser humano eliminándolo.

Dicho eso, los dioses empezaron a vociferar, algunos a favor y otros en contra.

- Veo demasiado excesivo el castigo que ha propuesto Poseidón –comenzó a hablar Atenea-, pues los hombres son lo que ha dicho, no voy a negarlo, pero en su mayoría son buenos y amables de corazón. ¿Acaso deben pagar justos por injustos?

- Si son justos como dices, nosotros los dioses los escogeremos para que pasen la otra vida en los Campos Elíseos –contestó tajantemente Poseidón-.

- ¿De verdad merece la pena destruir todo lo que tanto nos ha costado crear? –dijo Dionisos, el dios del vino y de alegría-, es cierto que los humanos son traicioneros y poco respetuosos, pero sin ellos la vida no tiene sentido en la tierra. Construyen hermosos templos en nuestro honor y, en mi caso, despampanantes fiestas donde el vino y las canciones corre sin cesar. Creo que Poseidón está exagerando las cosas.

- Obviamente, un dios de las fiestas como tú está encantado de esta situación –decía Hera, señora del Olimpo y diosa de la fidelidad en el matrimonio-, pero no podemos dejar pasar por alto las cada vez más prominentes ofensas que nos hacen. Si ven que no actuamos por ello, considerarán que no somos lo suficientemente poderosos como para vencerlos, y se creerán que se encuentran en la cumbre de la Creación, por encima de nosotros –en ese momento, un nuevo estruendo de voces de indignación inundó la sala-.

- ¿Pero qué solución podemos llevar a cabo? Ya dejamos pasar la situación cuando Prometeo nos robó el fuego para dárselo a los hombres. Creamos a Pandora y soltamos los males en el mundo, pero vemos que no ha hecho absolutamente nada. Los mortales ya no respetan nada, y aunque muchos justos caerán, es la única manera de cambiar las cosas –sentenció Apolo-.

A partir de ese momento, el tono de la conversación fue aumentando poco a poco.

- Silencio – la voz de Zeus sonó clara y poderosa, como un enorme estruendo de relámpagos-, ya he escuchado suficiente. No somos seres incivilizados, no caigamos en una pelea a ver quién alza más la voz. –y señaló a Deméter, diosa de la agricultura y de la naturaleza, madre de Perséfone-, Deméter, ¿cuál es tu postura ante este dilema? Yo sé que, como diosa paciente y amante de la Tierra, tu opinión será una de las más valiosas.

- Gracias por tu gran consideración hacia mi sabiduría y buen juicio, señor Zeus –comenzó a decir Deméter-, no puedo estar más de acuerdo con todos los dioses que han intervenido. Los mortales se alejan del camino correcto que nosotros les marcamos, y me llena el corazón de angustia ver cómo destruyen los campos y maltratan la naturaleza. Pero por otra parte son la creación más perfecta que hemos hecho, y desarrollan los dones que les dimos para construir enormes templos y desarrollar las ramas del conocimiento. Debemos sopesar si queremos que el ser humano siga en su deriva de excesos e injusticias, creyéndose superiores a nosotros, los inmortales; pero, si por el contrario, decidimos exterminarlos y crear una nueva humanidad, hay que tener en cuenta que nos volveremos unos asesinos. Quedará sobre nuestras conciencias.

Todos los dioses se quedaron en silencio, meditando sobre las palabras que la diosa había expuesto a la asamblea. Un discurso sencillo, directo y cargado de razones.

Zeus, el portador de la égida, aprovechando el silencio de la sala y meditando cada una de las intervenciones de los dioses, se levantó. Su voz, clara y penetrante, se escuchó por toda la sala.

- Basta. Creo que todos los puntos de vista han sido expuestos. No puedo dejar pasar por alto que los humanos se han vuelto mezquinos y rebeldes, que destruyen el mundo que tanto nos ha costado crear; pero tampoco veo conveniente eliminarlo, puesto que sus ofrendas nos alimentan, y no pretendo de nuevo crear al ser humano.

- Entonces, ¿qué sugieres que hagamos, esposo? –preguntó Hera-.

- Muy sencillo. Enviaremos una enfermedad mortal que haga perecer en poco tiempo a muchos humanos; conociéndolos lo atribuirán como un castigo divino, y a partir de ese momento medirán mejor sus actos. Esa es mi última palabra, y doy por terminada ya la asamblea.

De esa forma acabó la reunión de los dioses. Cada uno abandonó la sala, dirigiéndose hacia sus respectivas viviendas del Olimpo. Atenea, preocupada por la decisión de su padre Zeus, decidió acercarse a él con sagrado respeto para hablarle, pues albergaba una pequeña esperanza de hacerle cambiar de opinión.

- Padre, ¿puedo hablar contigo? –preguntó Atenea, respetuosa-.

Los ojos de Zeus, de un azul claro, casi etéreo, se clavaron en la mirada de la diosa, obligándola a bajar la cabeza, intimidada-, sé lo que vienes a decirme, y no puedo cambiar la decisión.

- Pero, si llevas a cabo eso, morirán humanos justos… ¿esa es la justicia de la que presumes, padre?

- En ocasiones, los justos tienen que pagar por los que no lo son. Aquellos que mueran y sean puros irán al paraíso eterno, los Elíseos. Es lo único que puedo hacer por ti y por tus humanos. –En ese momento, se percató de que Hades, su hermano, estaba a punto de salir, y lo llamó-, Hades, ven, tengo algo de lo que hablar contigo. Si nos disculpas, Atenea.

Despidió rápidamente a la diosa, que no pudo contener una mirada de tristeza por lo que iban a desencadenar los dioses. Zeus, adoptando una mirada más dura e imperiosa, borrando la dulzura con la que trataba a Atenea-, Supongo que sabrás por qué quiero hablar contigo.

- Seguramente querrás que haga el trabajo sucio por ti, Zeus –respondió Hades, indiferente-.

- Quiero –empezó a decir Zeus, haciendo caso omiso al comentario de Hades-, que envíes al mundo humano la peste, que tú mismo encerraste en las profundidades del inframundo. Que durante unos meses se distribuya a sus anchas por la tierra, arrasándolo todo; una vez pasados los tres meses, vuelve a encerrarla. Esa es mi orden.

- La peste… suponía que la mantenías todavía por algo. Haré lo que me ordenas, puesto que me veo beneficiado de ello. La laguna Estigia se llenará de almas, y eso siempre es bueno para mi mundo –y dicho eso, se despidió de Zeus con una pequeña reverencia-.

Mientras se alejaba, Zeus pensaba solo en una cosa- frío y sin corazón. El dios del inframundo es así por naturaleza, y no cambiará nunca…

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